El día en que se conocieron, el aprendiz del Caballero Escarlata y la Princesita, no pensaron que su historia cambiaría la del reino de las luces eternas, llamado así pues en el castillo siempre había luces encendidas en los huecos de las ventanas de las torres de piedra. Nadie sabía cómo seguían encendidas. Una tarde, de visita en el palacio real, el aprendiz pudo ver solo un instante a la Princesita mientras ésta atravesaba a pie uno de los patios centrales del castillo, la vio en todo su esplendor, pero por solo unos segundos, eso bastó para que el aprendiz del Caballero Escarlata se enamorara profundamente. La Princesita, con su vestido en tonos del amanecer, con sus cabellos aun sin peinar del todo, mecidos por el viento, volvió su rostro hacia donde se encontraba el aprendiz, lo miró a los ojos y le sonrió. Solo eso bastó.
Nadie se percató en ese entonces de la presencia de un muchacho que miraba con interés a la Princesita desde el resquicio de una de las puertas laterales que dan a los muros interiores del Castillo. Aquel muchacho pensaba que daría lo que fuera por un beso de la Princesita. Tampoco nadie se dio cuenta del hombre de negro que agazapado veía la escena divertido.
Nadie se percató en ese entonces de la presencia de un muchacho que miraba con interés a la Princesita desde el resquicio de una de las puertas laterales que dan a los muros interiores del Castillo. Aquel muchacho pensaba que daría lo que fuera por un beso de la Princesita. Tampoco nadie se dio cuenta del hombre de negro que agazapado veía la escena divertido.
Ahora, sentado en el piso frío de la caverna en la que se habían refugiado, el aprendiz que pronto recibiría su nombre de guerrero de la luz, extrañaba a la Princesita, le dolía el pecho, suspiraba, no tenía apetito, pero entrenaba con ahínco, bajo la promesa de proteger a su princesa, a su majestad. El Caballero Escarlata, su maestro, lo veía con ojos paternales, mientras el aprendiz se esforzaba por aprender los hechizos básicos.
El sol de mediodía tiene un aspecto extraño, como si el astro se estuviera cansando de alumbrar al mundo, el aprendiz comenta algo a su maestro y entrecierra los ojos para ver el cielo. Nubarrones negros se comienzan a formar en el horizonte, lejos de ahí, pero aun así amenazantes. Al verlos detenidamente pareciera que tienen vida propia, como si fueran ellos quienes empujaran al viento y no al contrario. Una sensación desagradable se instalaba en el pecho de quien viera el cielo por más tiempo. El Caballero Escarlata sabe lo que se avecina, con un silbido casi inaudible llama a su corcel y lo monta al tiempo que le tienda una mano a su aprendiz, lo mira como diciendo, no tenemos tiempo que perder. Se han impuesto un voto de silencio entre ellos, pues las palabras dichas en voz alta en estos tiempos podrían ser captadas por los espías del Señor de la Oscuridad. Maestro y aprendiz se internan una vez más en el bosque, el Caballero mira al joven, en ese preciso momento el aprendiz sabe que muy pronto recibirá su nombre de batalla. Su corazón se estremece, sin saber si es por el viento frío que empieza a soplar cuando inicia la tarde, o por la emoción de recibir su nuevo nombre. Mira hacia atrás, comprende, al volver a ver las nubes negras en el horizonte, que algo cambiará la historia del mundo conocido esa misma noche.
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