Interdicto
El hombre de negro bajó de su caballo, que como una extensión del mismo era oscuro como la noche. Los cuervos del bosque cercano graznaron, quien los hubiera escuchado pensaría en una especie de bienvenida. El montaraz, negra capa, negro sombrero, negra mirada, encendió una pipa con parsimonia, sabía que detrás de las ventanas, en todas las casas de la calle que daba a la taberna, había decenas de ojos asustados, otros curiosos, pero que no lo perdían de vista. Sonrió, pero fue más bien una mueca, un gesto, un casi anuncio, una advertencia, “no te acerques a menos que quieras perder la vida”.
Caminó el hombre de negro por la calle, se limpió las botas del lodazal y entró en la taberna del pueblo, antes, se volvió a la majestuosidad del Palacio que imponente regía todo el valle desde la montaña donde hacía ya muchos siglos, tantos que la memoria colectiva había guardado en eso que se llama leyendas, se erigía como un tótem.
Las nubes se ennegrecieron, “señal de tormenta”, dijo el tabernero al recién llegado, pero al verlo enmudeció, sus ojos se llenaron de miedo y no dijo una palabra más.
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