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martes, mayo 13, 2008

De princesas y otros cuentos VIII

He aquí que el hombre de negro profirió una maldición en lenguaje antiguo, lenguaje que se creía perdido en los años viejos cuando los hombres coexistían con toda clase de seres inteligentes, su voz sonó profunda, como río crecido, como tropel de caballos que se dirigían a las oscuridades del bosque. Una lluvia chapucera comenzó a caer casi al instante, el muchacho se ajustó la capa para guarecerse, tembló un poco aunque no supo si era por el frío de la noche o por la impresión de ver al hombre de negro levantar la mano derecha y señalar con ella al bosque mientras gritaba una vez más en aquella lengua extranjera que no significaba nada para él pero que le escocía la piel.

¡Eolim, Eolim, trubat menestot Eolim!

El monolito del Palacio a su espalda se iluminaba con la luz de los relámpagos, el sonido del trueno se confundía con su voz, oscura, grave. El hombre de negro recibió a su caballo que llegó jadeando de donde quiera que estuviese, en tanto lo montaba seguía gritando a la tormenta <¡Eolim, subirat aquas temorit surpa tupilar!> A cada maldición la lluvia arreciaba, el muchacho se escondió tras un pilar de la entrada del Palacio y pudo ver cómo el hombre de negro salía a todo galope internándose en el bosque. La tormenta seguía, el chico que una vez se creyó capaz de besar a la Princesita no atinaba qué hacer, se había quedado frente a Palacio, bajo la lluvia, sin modo alguno de regresar al pueblo como no fuera caminando por los senderos llenos de lodo y convertidos en ríos. El hombre de negro se había ido.
Mientras tanto en una cabaña perdida en las profundidades del bosque se encendía un fuego en la hoguera, dos cuerpos se abrazaban sabedores de que quizá merecían el infierno de la lejanía y no el paraíso de estar juntos.

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