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miércoles, junio 11, 2008

De princesas y otros cuentos XI

El carruaje avanzaba velozmente por los caminos enfangados del bosque real, por momentos parecía que perdía el control, pero el cochero era hábil y diestro al manejar la cuadrilla de caballos pura sangre que jalaban el vehículo. Adentro, los pasajeros luchaban contra el mareo y el miedo provocados por los constantes tumbos, y por supuesto, por la idea de que la Princesita estaba en peligro. La lluvia seguía cayendo incesante, los relámpagos iluminaban los árboles ancestrales dándoles vida, como si fueran gigantes furiosos que en cualquier momento podrían abalanzarse contra aquellos que se atrevieran a profanar el sagrado bosque. El muchacho, aun escurriendo agua por la frente miraba de vez en cuando a través de la ventanilla, temblando procuraba articular palabra para explicarle a la dama de compañía de la Princesita que había visto cómo el hombre de negro realizaba conjuros al cielo maldiciendo a su Majestad. La dama de compañía ponía cara de circunstancia, como si de verdad le importara el futuro de su pupila.
Los guardias de palacio cabalgaban tras el carruaje real, seguros de que su valentía y coraje los protegían de cualquier peligro que surgiera en el bosque. Pero no estaban preparados para lo que se avecinaba, a decir verdad, ninguno de ellos estaba preparado.
En la cabaña ubicada en un claro del bosque, la Princesita y el joven que se había enamorado de ella se tomaban de las manos y sentados frente a la chimenea encendida se miraban sin decir palabra. Hay cosas entre dos enamorados que se pueden decir sin que medie la voz. Los ojos de la Princesita brillaban con una luz que cegaba, y la sonrisa del joven era una muestra clara de que había amor verdadero entre los dos. Se abrazaron sin miedo, a sabiendas de que nada era eterno, que lo único que hay es el presente, se besaron largamente, con el beso de la ausencia, de la nostalgia inacabada, de las ganas de verte cada mañana.
Más allá del bosque, en los límites del reino, un caballero de capa escarlata cabalgaba sin descanso, alzando un báculo de vez en cuando al cielo que amenazaba con derribarlo de su montura a fuerza de lluvia y viento. Murmuraba algo el caballero escarlata, decía algo solo para los oídos de su caballo, y éste aumentaba el brío de su carrera, sorteando árboles, troncos, relámpagos y barrancos. Oraba al Único el Caballero, pidiendo que nada malo le aconteciera a su protegido, buscaba rastros, visiones, lugares a los que podría haber ido el joven pupilo. Fue entonces que, como un destello fugaz cruzó por su mente la idea de una pequeña cabaña en el centro del bosque, vio también a un hombre ataviado con ropas negras como la noche que gritaba algo hacia la tormenta y al tiempo montaba un brioso caballo más oscuro que las cuevas del maligno Utrandir, el dios del inframundo, enemigo siempre del Único.
El Caballero Escarlata reconoció entonces al Caballero Negro, legionario de Utrandir, miembro de una logia de caballeros oscuros cuya ambición era la de adueñarse del mundo conocido para sumirlo en la negrura de su deidad. Levantó el Caballero Escarlata su báculo y profirió una oración mientras de su mano izquierda salía una luz roja como el atardecer, una luz que atravesaba el torrente de lluvia, que parecía partir en dos la tormenta, un destello poderoso que cruzó tan veloz el bosque que los árboles se iluminaron por sólo unos segundos.
-Mijra, elentul abatur regmeni luqoor me meenti- dijo el de rojo al cielo. La luz que de su báculo emanaba llegó hasta la cabaña en el claro del bosque justo antes de que el Caballero Negro pudiera alcanzar a hacer algo. –Nebte Utrandir, necroxu defenes Utrandir—gritó el de Negro pero ya nada podía evitar que el escudo escarlata cayera.
El carruaje real llegó unos instantes después de que el Caballero Negro huyera hacia las profundidades del bosque. La cabaña se hallaba impasible en medio del claro, había una tenue luz amarilla que salía por las ventanas. La dama de compañía bajó del carruaje seguida del muchacho que un día se sintió capaz de besar a la Princesita, su corazón temblaba, por fin podría acercársele. Abrieron la puerta de la cabaña, la hoguera en la chimenea se extinguía, pero no había nada más en su interior.

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