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miércoles, octubre 28, 2009

De Princesas y otros Cuentos XXXIV

Uno de los Guardias Reales llegó corriendo hasta la Sala del Concejo, después de recuperar el aliento le dijo al Premier, el anciano más longevo del Concejo, que una mujer había sido vista saliendo del Palacio, mientras que minutos después fue encontrado sin vida el Guardia de Corbeta Allik Maotrens, nada se pudo hacer para salvarlo de morir envenenado, tal vez por alguna clase de encantamiento que la fugitiva lanzó contra el guardia para poder huir. Todo esto le fue dicho a la Princesita que, atribulada por los acontecimientos, envío un regimiento en persecución de la Dama de Compañía, todavía no salía de su asombro la Princesita cuando éstos regresaron para decirle que la anciana que todos creían era la Dama de Compañía, no era otra que una espía al servicio del Mal, conocida como la Bruja Meyfair. La Princesita no daba crédito a las noticias, tantos años conviviendo con una espía, confiándole hasta sus más íntimos secretos, sus miedos y sus dudas al gobernar, incluso dejándose aconsejar por ella. La Princesita pensaba en su caballero, “donde estaría en esos momentos aciagos”, se decía para sus adentros, “ojalá estuviera aquí a mi lado, para confortarme en este día tan negro”, se lamentaba.
Añorarlo era como una agonía, una condena que no se merecía, pero habían decidido defender su amor a toda costa, la Princesita se alegraba con ese pensamiento, su caballero, aprendiz de la orden de los Escarlatti también la amaba, con toda su alma, le había dicho el joven apenas la noche anterior cuando fueron rescatados de la cabaña antes de que los descubrieran. En algún lugar de las Tierras del Reino se encontraba el aprendiz, pensando en ella, en su Princesita, en su amada niña de los ojos de luz, y eso le reconfortaba, le permitía soportar los sucesos que estaban cimbrando la vida misma del Palacio. Encontrar una espía, saber que alguien está detrás de todo lo que has hecho en los últimos años, saberse observada, todo aquello la desconsolaba, pero pensar en su amado le daba la fuerza suficiente para sobrellevarlo, el recuerdo de sus labios, de su cuerpo envolviéndola como un refugio a donde nada podía hacerle daño, sus manos en sus mejillas, sus negros ojos mirándola mientras ella sonreía. ¿Qué hacer ahora?, se pregunta la Princesita, cómo encontrar a una mujer que tiene el don de la transformación, la bruja Meyfair, sí, ella había escuchado leyendas sobre su terrible pasado, la desgracia de la muerte de su padre el mago Marduc, y la forma en que el Señor de la Oscuridad la había atrapado para siempre en las mazmorras del Castillo Negro. ¿Cómo es que había escapado?, le preguntó horas después al Premier Matusk, “es simple” le dijo el Premier, “seguramente hizo un trato”.
Mientras tanto, en algún lugar del Bosque Real, la anciana Meyfair se despoja de su disfraz de plebeya, se sienta en una roca cerca del río y llora, llora por el recuerdo de su caballero andante, llora por su madre y por el padre que nunca conocería, llora por su suerte pero sobre todo llora porque a pesar de su ingrato trabajo había aprendido a amar a la Princesita.

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