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miércoles, octubre 15, 2008

De Princesas y otros Cuentos XIX

Kutber, Kutber… Kutber
Los ecos, con esa condición de ser repetición infinita de sonidos, amenazaban con destruir la poca cordura que mantenía en pie al Guardia Real. "Saben quien soy" piensa aquel hombre que hirió de muerte a uno de los Roars, bestias creadas por Utrandir, dios del inframundo, para vigilar las mil y un puertas del Mijrandir. Kutber aun no asimila cómo es que una simple daga plateada pudo liberarlo de aquel monstruo, de una cosa está seguro, lo perseguirán. Viene a su memoria un cuento infantil que su abuela acostumbraba a relatarle en las noches de insomnio a la luz de una hoguera en la casa familiar, la abuela Maber empezaba la historia con una frase peculiar que hasta ahora tiene sentido para el Guardia Real. "Erase un tiempo negro, dominado por el Roar, guardián de la entrada infernal, tiempo de desesperanza en la que una pequeña luz de plata salvaría a su majestad" recordó Kutber mientras seguía corriendo rumbo al bosque. La abuela Maber no decía un cuento, relataba una premonición. Aquel descubrimiento hizo que se detuviera en seco. Dejo de correr, aun cuando en su interior seguía escuchando el eco de su nombre, las voces guturales seguían taladrando sus sentidos. <¡La Princesita!>, pensó llevándose las manos al corazón. Sabía Kutber que debía encontrar la salida del bosque, regresar al Palacio y advertir al Consejo de los Pares sobre el peligro que se cernía no sólo sobre la Princesita sino sobre todo el Reino. Eran tiempos de profecías que se cumplían. ¿Por qué nadie se había percatado de las señales?
--Nebte Utrandir, necroxu –escuchó gritar Kutber sobre su cabeza. Miró al cielo plomizo y pudo ver una sombra que flotaba sobre las copas de los árboles adentrándose en el bosque. Sólo pudo adivinar una capa negra ondeando al viento, después nada. Todo fue silencio.

--Ramjandir nos proteja –empezó a orar el anciano mientras partía una hogaza de pan para compartirla con sus hijos sentados a la humilde mesa. –Que nos de más de este pan, que nos cubra con su manto de luz celestial, que prepare a sus ejércitos, por que son tiempos aciagos, bendito Ramjandir, te ofrecemos este sacrificio, por el bien de nuestra familia, por el bien de nuestro reino, así sea –finalizó. –Así sea –respondieron al unísono sus hijos. Un golpe seco a la puerta provocó que el más pequeño de ellos dejara caer su porción de pan en el platón de la sopa. Los hijos voltearon a ver al anciano, que entrecerró los ojos, sopesando el sonido exterior. Otro golpe, éste más débil que el primero, puso en alerta a la familia. El anciano se levantó y pidió su espada al hijo mayor que sacaba la suya encaminándose a la puerta. El anciano abrió con sigilo la puerta de la cabaña, de pronto algo pesado cayó ante sus pies, uno de los niños lanzó un pequeño grito tapándose la boca. El bulto murmuró: --Ramjandir sea con ustedes – y perdió el sentido.

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